"El Monje Zen" cap-II

EL SEÑOR UDO Y LA SEÑORA HIME

El Sr. Udo era el comerciante más rico y respetado de la región del lago, y su casa se alzaba en una pequeña colina de las afueras de Inawashiro, en la Prefectura de Fukushima. Su padre había sido un buen artesano de los metales, pero él había nacido sin la conciencia de sus manos. Ser comerciante es, después de todo, cosa mucho más difícil, y él había logrado ser uno muy bueno, y eso estaba bien, y el Señor Udo era feliz. Las cosas deben ser hechas de acuerdo a los medios, y los hay diferentes para cada uno.
-Debemos considerarnos afortunados -había dicho el padre a la madre-: nuestro hijo carece por completo de sensibilidad. No es posible esperar nada mejor. Si continúa bajo los preceptos de Confucio, llegará a ser un hombre muy importante. Y así fue. Frío, inescrupuloso, inmisericorde, ni más ni menos que como lo indican las normas. Las gentes del pueblo ni lo amaban ni lo odiaban; respetaban su dinero y su amabilidad. Ellos también eran insensibles. Todos, hasta la más humilde criatura, viven en la espera de su oportunidad, pero el Sr. Udo había salido en su busca, y allí estaba la diferencia. Se comercia con todo, y los deseos de la gente son el mejor mercado, si se sabe cómo manejarla, claro, y eso es política, la forma refinada, enmascarada, del delito, la clave de la esclavitud.
Sr. Udo: Estoy muy contento con mi vida y, para que la felicidad sea completa, debo hallar la mujer que me dé un hijo varón; sólo así estará segura la supervivencia de mi nombre. Es por eso que debo repudiarte, esposa mía. Los caminos son claros; no seguirlos es el fin.
Sra. Hime: (con una reverencia) Estoy de acuerdo con el deber de seguir las normas. Yo también lo he hecho. Yo he parido como las cuervas paren sus huevos, sin saberlo...
Sr. Udo: Ya hay una mujer está esperando; tal vez sea la indicada.
Sra. Hime: Yo he hecho lo que hacen todas las hembras, desde las moscas y las culebras hasta la Reina del Sol: todas paren seres mortales... y por eso se sigue y sigue gestando, para mantener la continuidad de lo mortal, la continuidad de la muerte...
Sr. Udo: El hijo que lleve mi nombre, la marca eterna, el orgullo que distingue a la familia...
Sra. Hime: Nosotras, las hembras del mundo, damos a luz seres sin sexo, sin nombres, pequeños, débiles, desnudos. Parimos hijos, no fantasmas de la vanidad.
Sr. Udo: No comprendo lo que dices, tal vez porque nunca te he escuchado. No es de mi gusto perder el tiempo; sólo estoy atento al tintineo de las monedas...
Sra. Hime: Mejor así, si no, podrías pensar que hablo por despecho o por odio y no es así. Como todos, hablo sólo para ocultar mi miedo. Mi padre, el viejo pescador de Funakawa, ya ha muerto, nadie queda de mi familia, y el destino me asusta... Al menos, estoy tranquila por el futuro de mis hijas: sé que las cuidarás bien y harás de ellas finas cortesanas, y aún en el peor de los casos serán prostitutas. Como sea, no pasarán hambre.
Sr. Udo: Ya encontrarás a alguien y sin buscarlo; aunque no seas tan bella, aún eres joven.
Sra. Hime: La clave de la vida no radica en mantener la propia belleza sino la que pertenece a las cosas. Cuando perdemos la belleza de las cosas, todo ha terminado.
Sr. Udo: Tendrás alguien al menos que te lleve hasta el Gran Lago de Inawashiro; allí encontrarás algún familiar.
Sra. Hime: La belleza de las cosas, y tú no has visto ni la de las monedas.
Sr. Udo: Ésas son charlas de mujeres. Es necesario terminar nuestra despedida. Así son las normas y ahora, no sonrías ¿no has dicho que temes al desamparo? Pues bien, hazlo como se debe: llora ante la angustia y la desesperación de lo desconocido.
Sra. Hime: Soy la Señora Hime y estoy feliz de no haber engendrado un hijo, así como soy feliz por haberte conocido, pese a que las cosas han perdido sus dones. Nada resta por hacer. Tres inclinaciones yendo hacia atrás son ahora las necesarias.

Se cerraron las altas puertas de bambú y metal sin un ruido, porque los ruidos han perdido sus sonidos.
Llegaría al pueblo al atardecer, lo cruzaría y buscaría el camino que lleva hacia el mar.
-Tengo algo de dinero ¿no es gracioso? Tengo algo de dinero... Todo ha terminado... Mis hijas estarán orgullosas de su padre... No puedo evitarlo, pero debo cruzar por el pinar... Y tengo miedo, un miedo cuyo tremendo horror nace del hecho de no tener ya nada que temer... El pánico de no poder ya sentir.

El camino que lleva hasta el mar atraviesa las plantaciones de té.

Extraído de "El Monje Zen"

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